domingo, 22 de febrero de 2015

17 años atrás - El hombre y el mar

Jejeje, me acabo de acordar de este pequeño flashback.
30 de Marzo del 1998, del milenio pasado, cuando la vida era simple y los chicos jugaban por las calles... ¿? :P
Perdonen lo brusco y probablemente incoherente del final

El viejo y el mar

Había una vez en una tierra muy, pero muy lejana, tan lejana que incluso en el horizonte solo se distinguía la bruma de las costas vecinas, un hombre, un pequeño anciano de barba larga y blanca que no podía dormir.

Probó todo. Leche tibia, vino caliente, whisky bien frío, lo que fuera, pero todo era inútil. A pesar de los esfuerzos el hombre permanecía despierto las veinticuatro horas del día. Y no estoy hablando metafóricamente. El hombre permanecía consciente y con los ojos abiertos con luz y con sombra, con frio y con calor, como el servicio postal.

Desesperanzado, todas las noches cuando desistía de conciliar el sueño, salía a caminar por la costa, hasta que cierto día divisó en la lejanía una luz apenas imperceptible que emanaba del horizonte cerrado a los ojos del mortal.
La luz pareció penetrar en su mente y hablarle:
- Averigua quien soy yo.
A lo que él le respondió:
- Pero como, si nadie sabe que hay allí.
Y la voz dijo
- Tu misión es llegar... a donde nadie ha llegado antes.
Y el chabón flasheó. Permaneció ahí, frente a la luz, hasta que esta se extinguió, poco antes de que el brillo del amanecer ocupara su lugar. El anciano decidió que la voz tenia razón, y sin mediar descanso (para que mierda descansar si no puede dormir, ¿no?) comenzó a construir un bote.

En la aldea en la que el vivía los pescadores usaban botes muy precarios, muy pequeños, con los que solo se aventuran hasta poco más de la costa. Su aldea desconocía la construcción de embarcaciones de gran calado, por lo que el anciano, en su ingenuidad, creyó que lo apropiado era construir una nave exacta pero mucho más grande.

Trabajando día y noche logro construir su gran chalupa y se hizo a la mar en apenas siete días. La barcaza, sin la necesaria anchura como para soportar los vaivenes del océano, volcó apenas a pocos metros de la costa.

Pero el anciano, astuto, descubrió cual era el problema, y mejoro su barcaza, haciéndola mas ancha. La nueva barca, construida en apenas diez días, sobrevivió a la primera corriente, pero también volcó. Afortunadamente el viejo de mierda si sabía cómo construir salvavidas, sino nunca hubiera vuelto a la costa.

Y comenzó la construcción del tercer barco. Días y noches de ardua labor dieron por resultado al "Fuego del Horizonte", el cual se hizo a la mar el día veinticinco de Diciembre del año de nuestro señor de mil novecientos setenta y siete.
Largos días y más largas noches continuaron haciendo mella en el cuerpo del pobre anciano, que empezaba a transitar los fríos caminos de la muerte.

Moribundo, el anciano y el barco a la deriva llegaron por fin a tierra. Con sus últimas fuerzas el anciano bajo a la playa, solo para encontrar restos de una civilización que había sucumbido ante el poder del gran volcán a cuyo pie habían erigido su ciudad. El anciano no comprendió nada, hasta que un pequeño indígena se le acerco:
- Hombre viejo venir de lejos, ¿haber visto gran incendio de aldea?
- Yo he visto la luz, el resplandor de Dios que me dijo que viniera.
- Y por qué en lugar de esperar al resplandor no viniste antes, pedazo de boludo.
Fin

domingo, 1 de febrero de 2015

Sueño con Ginebra

No recuerdo como cuando o donde, pero en algún punto de mi vida empecé a amar a Ginebra.

Es decir, tuvo que haber ocurrido en algún momento, ¿no? No pude nacer amándola. Tampoco pude desearla antes de haberla visto por primera vez. ¿Cómo podría? Busco y nadie antes que ella pudo dejar grabada en mi memoria una sonrisa, una mirada de asombro, hasta sus enojos. ¡Esos enojos! Su voz se elevaba, sus mejillas enrojecían y su mirada me atravesaba. Esa brillante mirada que siempre estuvo llena de risa para mí, incluso en esos momentos.

Sé que nos conocimos hace ya once años. En realidad ella me conoció a mí un año antes. Mejor me explico. Cuando comencé mi primer trabajo, la empresa tenía un método curioso de “promoción”: el grado de responsabilidad de un puesto era directamente proporcional al piso en que se trabajaba. Cuando entré como pasante pasé el primer año en el subsuelo. El único momento en que veíamos la luz de día era en la hora del almuerzo, que se tomaba en el sexto piso. Este estaba acondicionado como comedor, dedicado exclusivamente a todos los pisos por debajo. Demás está decir que del séptimo piso hacía arriba comían en la terraza.

Como decía, siendo el almuerzo el único momento de luz natural, todos los días subíamos y nos quedábamos el mayor tiempo posible, charlando de cualquier cosa que se nos ocurriera. En muchas ocasiones contaba alguna que otra anécdota que tengo, siempre de manera teatral y con mucho alboroto. Esas anécdotas eran un pequeño divertimento propio y me gustaba adornarlas lo más que podía, siempre tratando de sonar convincente.

Al cabo de un año fui “promovido” al primer piso. Lentamente fui dejando de almorzar con el viejo grupo y reuniéndome con mis nuevos compañeros. Si bien algunos habían sido promovidos conmigo la mayoría eran nuevos para mí, por lo que de vez en cuando aprovechaba para repetir alguna anécdota.

En un par de ocasiones atrapé a Ginebra mirándome fijamente durante la narración, pero había algo extraño en su mirada. No parecía que estuviera enganchada con la historia, ni tampoco que la odiara. Era algo más, pero no lograba entender qué. Cuando pasó por tercera vez no pude contenerme más:

- Che – le dije en un momento que estuvimos a solas – cada vez que cuento una de mis anécdotas me miras con cara rara. ¿Te molestan?

- No, para nada. Pasa que ya escuché todas el año pasado, y me causa gracia como son cada vez más exageradas. También es muy gracioso como las contás, parecen historias de ficción casi.

- ¿Cómo que las escuchaste el año pasado?

- Si, obvio, el comedor no es tan grande, y cuando te metes se te escucha de todos lados.

No imagino la cara que puse, porque ella se largó a reír, a tal punto que sus mejillas enrojecieron y empezaron a caer lágrimas de sus ojos. Cada vez que parecía calmarse yo trataba de decir algo y enseguida empezaba de nuevo. Habremos estado así diez minutos hasta que finalmente pudo contenerse.

Como muchas veces pasa en la vida cambiamos de trabajo y hace más o menos unos tres años que no la he vuelto a ver. Hace poco me enteré que se iba a casar. Fue una de esas sorpresas de las que uno no debería sorprenderse. Es como encontrar a un amigo de la infancia y ver que tiene canas. «Estás igual.», «nos juntamos los chicos», «¡Tanto tiempo!», frases típicas que todos creemos que nunca vamos a usar.

Hace un par de semanas caminando por el microcentro me encontré con Gastón, un ex-compañero de esa empresa. Aprovechando que el día venía tranquilo le ofrecí sentarnos en un café a ponernos al día. Empezamos contándonos nuestras cosas y, como siempre pasa en estas situaciones, pasamos a intercambiar noticias y recuerdos de nuestros ex-compañeros. Como poco tiempo antes yo volví a trabajar con otro ex-compañero, me enteré que estaba comprometido y se lo comenté.

- No es él solo, – me respondió – todos se están casando. El año pasado Martín y Lucas. Fernanda ya lleva dos años, y Ginebra se casa en un par de meses.

Si hubiera sido una mano de truco me hubiera ido al mazo enseguida. De hecho Gastón estaba al tanto de mi interés romántico en Ginebra, y que nunca había tenido el coraje de invitarla a salir. Conociendo su forma de ser estoy seguro que pensó que lo mejor era decírmelo sin vueltas. En ese momento pensé que no se equivocaba, ya que después del golpe inicial y una pequeña charla sobre el tema todo siguió normalmente.

Pero desde entonces la idea está rondando mi cabeza varias veces al día. «¿Y cómo es él?», «¿En qué lugar se enamoró de ti?», «¿De donde es? ». Sin querer me había vuelto una parodia de José Luis Perales. Lo que nos lleva al sueño que tuve hace un rato.

Me despierto en lo que parece ser una cama de hotel. En un ángulo frente a mí veo un televisor, gigante, como de 50 pulgadas o más. Me siento y me doy cuenta que no es solo el televisor, todo parece ser más grande que de costumbre.

Una mujer está sentada en una silla frente a mí. Se acerca y me levanta en brazos. De entrada pienso que es Angelina Jolie (¡tantos niños adoptados!) pero casi enseguida se desvanece la idea. Aparentemente soy un niño, pero la forma en que me trata demuestra algo distinto. Charlamos mientras me va vistiendo, hablamos de política, de trabajo, como dos adultos hablarían normalmente durante el desayuno. Una vez vestido me baja de la cama y voy al baño. Un espejo de cuerpo entero me muestra a alguien parecido a mí, pero diferente. No entiendo que me lleva a esa conclusión, solo me siento diferente. Menos alto. Menos fuerte. Menos.

Voy a la cocina y comenzamos a desayunar, continuando la conversación hasta que la noticia de que Ginebra se casa surge. En ese momento recuerdo la persona que en realidad soy. Vuelvo a tener mi estatura natural, mi fuerza. Sin mediar palabra corro hacia la puerta de calle.

Al salir me encuentro en una villa cercana al mar, en una isla poblada. Corro hacia los muelles buscando quien quiera sacarme de la isla, pero nadie está dispuesto. Huyo, desesperado, hacia el centro de la isla, hacia los bosques, donde me pierdo. Mi ropa se enreda, se rompe hasta que quedo nuevamente desnudo, pequeño, débil. Caigo sentado a la sombra de un gran árbol y me pongo a llorar. Nadie puede o quiere escucharme por lo que hago más grande el berrinche. Insisto hasta que el aire se siente como fuego saliendo de mis pulmones, mi garganta se empieza a cerrar y ya no tengo lágrimas para llorar.

De repente me encuentro sentado en el medio de lo que parece ser un salón de recepciones. Una mujer, a la que reconozco como la madre de Ginebra, me levanta en brazos y me reta mientras me lleva en andas:

- ¿Cómo podés estar así, mal vestido? Tenés que estar presentable, es la boda de mi hija. Vamos a que te arregle un poco.

Me sienta y a mi lado está Ginebra. Su madre se olvida de mí y se arrodilla frente a ella para ajustarle parte del vestido. Me miro al espejo y veo que estoy vestido con un smoking para chico, con volados en donde van los botones. Me siento avergonzado, ridiculizado, envuelto en un disfraz sin sentido.

Ginebra me sube en sus rodillas y me pregunta por qué me pongo así. Sollozando le cuento todo lo que tuve que hacer para llegar. Ella me consuela, me abraza y me susurra al oído:

- Pero ya está todo bien, llegaste.

Esas palabras me transforman. Siento que crezco más allá de lo que soy, más firme, más fuerte. Con un tono de voz que nunca había me oído le respondo:

- Pero no llegué a tiempo.

Ella se aparta de mí, espantada. La miro a los ojos, me pierdo en ellos. Charlamos durante un rato. No estoy seguro de que me dice o como le contesto, hasta que en un momento escucho “Voy a cancelarlo.” Sale y yo quedo esperando en la silla donde antes estaba sentada.

No lo puedo creer. Tanto tiempo perdido, tantas ansias escondidas, tanto sinsentido y desilusión, y una pequeña charla resuelve todo. Me siento eufórico. Me veo en el espejo y no soy el niño que hacía berrinches ni la persona que salió corriendo de su casa. Por primera vez veo un hombre, firme, decidido. Y me gusta lo que veo.

Ginebra vuelve tomando de la mano a su novio. Nos presenta y acercándose a mi rostro me mira fijamente a los ojos:

- Ya está hecho. Está cancelado – y con un golpe mortal completa la frase – el narrador en la boda, ya que estoy segura que te gustaría hacerlo vos.


Y con ese clásico paso de comedia desperté, riendo de rabia…