jueves, 13 de noviembre de 2014

El puchero

Aprovechando que ya cerró la preselección del concurso y no entró, subo este cuento que mandé para participar.

El puchero

La anciana cerró con llave la puerta de calle y caminó hacia la cocina, donde la olla con agua que había dejado antes de salir ya hervía. Sin mucha ceremonia sacó el contenido de la bolsa para compras: tres huesos, un puerro, tres zanahorias, un apio y un nabo se desparramaron por el mármol. Mecánicamente, sin pensarlo, sacó el cuchillo para picar la verdura, pero de repente una sonrisa se escapó entre sus labios y lo volvió a guardar en el cajón. Volcó todo sin cortar dentro del agua, puso la tapa y bajó el fuego.

En el comedor el mate y los bizcochitos de la media tarde aún se encontraban sobre la mesa. Aprovechando que el puchero iba a tardar levantó la merienda y puso el mantel para la cena, el mismo que habían usado durante los últimos treinta y seis años en cada aniversario, regalo de su madre para su casamiento. Su esposo permanecía sentado a la mesa, contemplativo, ajeno. Ella se sentó frente a él como tantas veces lo había hecho y en su compañía dejó pasar el tiempo, esperando a que estuviera listo el puchero.

El aroma fue invadiendo lentamente la cocina, el pasillo y finalmente el comedor. La anciana se levantó, sirvió los platos con pulso tembloroso pero con calma y los llevó a la mesa. Colocó uno frente a su esposo, uno en su lugar y volvió a recorrer el pasillo. Pero esta vez no fue a la cocina, sino que cruzó el jardín, hasta el cuarto de herramientas. Abrió la puerta y tomo un frasco, aferrándolo con ambas manos, y lo llevó consigo de regreso al comedor.

Se sentó nuevamente a la mesa, cruzó una servilleta sobre su falda y volcó la mitad del contenido del frasco en su plato revolviéndolo con el puchero, mientras tomaba la mano de su esposo. La mano estaba inerte, fría, lánguida ante el agarre de su propia mano. Él había muerto un par de horas atrás mientras merendaban, viéndola apurar el que sería el último amargo que tomarían. Pero eso no importaba ahora, ya que la mesa estaba servida y ella, sonriendo con lágrimas en los ojos, comenzó a comer con su mano libre, sin dejar de apretar la de su esposo.